Tenemos la suerte de contar con una gran comunidad de antiguos colegiales, repartidos por todo el mundo. En esta ocasión, nos conectamos con Estados Unidos para hablar con Álvaro Curiel (Palencia, 34 años), antiguo colegial becado con la mención de honor en 2016.
Licenciado en Biología y Bioquímica, hace tres años terminó su tesis doctoral en el CNIO (Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas) en Madrid, y desde entonces se dedica a la investigación en la Universidad de Columbia, Nueva York. Su principal proyecto es un ensayo clínico de la universidad en colaboración con el Hospital Presbiteriano de la ciudad. Él se encarga de la parte experimental, en la que utilizan modelos animales humanizados y herramientas de inteligencia artificial para analizar muestras de pacientes de cáncer de páncreas y poder ofrecer medicina personalizada.
Siempre tuvo claro que quería dedicarse a la investigación, y eso fue lo que le llevó a cruzar el charco, para aprovechar esta oportunidad que se le brindaba. Participar en todo lo posible y disfrutar de cada cosa es algo que le caracteriza desde que estaba con nosotros. En esta entrevista que hemos tenido el placer de realizar, hablamos con él sobre su experiencia en Larraona, su trayectoria profesional y su vida en la ciudad que nunca duerme.
Álvaro, ¿podrías resumir en qué consiste tu labor de investigación?
Intentamos encontrar compuestos que sean efectivos para tratar cada tipo de tumor en pacientes con cáncer de páncreas. Cuando pensamos en cáncer solemos englobarlo como un todo, pero la realidad es que el cáncer es diferente según el órgano en el que esté dado, según el estadio y también según la persona. Cada paciente es diferente. Por eso, para empezar, necesitamos entender cuál es la biología concreta del tumor para poder tratarlo de la mejor manera.
¿Cuál es el proceso de trabajo para dar con el tratamiento personalizado?
Cuando nos llega la muestra del paciente, lo que hacemos, por un lado, es secuenciar, es decir, miramos todas las características que tiene ese tumor. Aplicamos una serie de algoritmos matemáticos y herramientas bioinformáticas para poder predecir cuáles son los mejores tratamientos para ese tumor en concreto. Y simultáneamente a este análisis de inteligencia artificial, generamos ratones humanizados con otra parte de ese tumor. Los hacemos crecer en el laboratorio para probar los compuestos que el algoritmo predice que pueden ser mejores, y ver si hay algún tratamiento que genera un beneficio. Hablamos con el hospital cada mes, nos reunimos y les presentamos los datos para tomar una decisión sobre si se realiza ese tratamiento. Luego el paciente es el que tiene que dar el consentimiento. Si él deja de responder satisfactoriamente al tratamiento, hacemos una pequeña biopsia y volvemos a mirar el algoritmo de predicción del mismo compuesto, para ver si el tumor ha cambiado las características que identificamos para poder tratarlo. El mayor reto de este cáncer es la supervivencia, es uno de los tumores más letales que hay. Sobre todo, se da en adultos, y el problema es que está ahí “guardado”: cuando muestra su cara puede estar bastante avanzado y suele haber metástasis. Entonces ya es bastante más complejo.
Por tanto, el tiempo es un factor clave que juega en vuestra contra.
Cuando los estadios son avanzados tenemos un tiempo limitado, una media de unos cinco o seis meses para poder completar el estudio. Al principio fue un poco complicado, porque había que empezar de cero y hay que poner las cosas a punto, pero intentamos llegar al final. Hemos conseguido finalizar el estudio para dos pacientes y estamos en conversación con el hospital y también con las diferentes compañías para intentar que nos suministren determinados compuestos para estos pacientes. Durante todo este proceso al paciente se le sigue tratando con lo que en inglés se llama el ‘standard of care’, que corresponde a los tratamientos convencionales para este cáncer.
Nos has explicado la dificultad que entraña este proyecto en concreto. ¿Qué es lo más satisfactorio de este trabajo?
El hecho de ver que estás intentando ayudar al paciente. Las investigaciones más básicas son igual de importantes y necesarias; necesitamos conocimiento para poder aplicarlo a las diferentes enfermedades: cáncer, diabetes… las que sean; pero en este caso tenemos más contacto con los enfermos y cuando las cosas funcionan, ves un poco la luz. Aunque yo no los conozca personalmente, sé que hay pacientes que dependen en cierta manera de lo que hago aquí. Por otra parte, a nivel de investigación e independientemente del proyecto en el que esté, para mí es una gran satisfacción el hecho de pensar que soy la primera persona en el mundo que estoy viendo ese dato generado de esa manera. Todos queremos que salga un dato positivo, pero en ciencia el 90% de los experimentos no salen. Aún así, es gratificante lanzarse a hacer algo de una forma concreta, tener una hipótesis y comprobarla o rechazarla, sabiendo que eres la primera persona que lo hace. Es algo que a mí me encanta y que me da fuerza tantas veces.
Como dices, es una labor gratificante, pero ardua. ¿Cuál dirías que es el perfil de una persona que se quiere dedicar a la investigación?
Hay muchas características, pero yo destacaría cinco. Por un lado, hay que ser curioso, hacer preguntas que nadie más se ha hecho. La penicilina, por ejemplo, se descubrió porque se dejaron una placa abierta y empezó a crecer algo, pero en vez de tirarlo se preguntaron qué era eso. Esa curiosidad es importante. Además, para poder avanzar, hay que ser creativo y leer mucho, no solamente de ciencia, de todo. Es una ayuda para tener la mente abierta, porque muchas veces no hay una única respuesta, hay varias y muchos caminos. Por otro lado, un investigador tiene que ser colaborativo. La ciencia no se entiende sin colaboración. Existen muchos grupos de investigación, congresos, proyectos, que a veces trabajan en lo mismo. Lo que queremos todos es aportar nuestro granito para ayudar a los pacientes. También hay que ser crítico, analizar los datos para ver si son biológicamente relevantes, si los datos contrastan con lo esperado, y buscar respuestas desde la rigurosidad y la crítica. Y la última característica es la perseverancia. Como he dicho, en ciencia el 90 o 95% de las veces salen mal las cosas, y a veces van bien pero de repente dejan de salir por motivos que no conocemos. Entonces hay que seguir, hay que ser perseverante. Estos cinco puntos se pueden aplicar a otros muchos trabajos, pero para mí son los pilares fundamentales de un buen investigador.
Volviendo un poco más atrás, un paso antes de la investigación, nos gustaría saber cómo surgió tu vocación científica. ¿Por qué elegiste estudiar Biología y Bioquímica?
Suelo decir que soy un médico frustrado. Hice las pruebas de acceso en Medicina en Pamplona, pero no me cogieron y la licenciatura que más se parecía en ese momento era la de Biología. Y bueno, lo que yo tenía claro sí o sí es que quería ser investigador. Además, sabía ya que quería dedicarme a investigar el cáncer, para poder entender qué es y cómo podemos ayudar a hacerle frente. Cuando acabamos el primer ciclo de Biología, nos dieron la opción de estudiar también Bioquímica y, como tantos compañeros, elegí hacer la doble carrera. Me ayudó muchísimo a afianzar los conceptos y a aprender nuevos, que estoy aplicando a día de hoy.
Además de los conocimientos académicos, ¿con qué otros aprendizajes te quedas de tu etapa universitaria?
En el caso de la Universidad de Navarra, destacaría la figura del asesor y de los profesores. Cuando llegas y aún cuando sales estás en pleno proceso de maduración, y este tipo de perfiles te ayudan. Yo, por ejemplo, no era el mejor estudiante, y tener un asesor académico me sirvió mucho. También el estar en un colegio mayor me hizo empaparme de ese ambiente de estudio. Personalmente, me ayudó muchísimo. Enseguida hice amigos con los que todavía tengo relación, también con gente de dentro del Colegio Mayor. Ese desarrollo personal fue muy importante y, además, creo que la ciudad se presta bastante a eso. A mí por lo menos, me ayudó a ser más extrovertido, noté un cambio. Y pienso que para la investigación y para casi cualquier trabajo es importante tener ciertas capacidades de socialización.
Estuviste toda la carrera universitaria en el Colegio Mayor. ¿Por qué elegiste entrar en Larraona?
Estuve mirando las diferentes opciones que había de colegios mayores y residencias y me decanté por Larraona porque era la que más se ajustaba a lo que yo buscaba, a mi manera de ser y a las inquietudes que yo tenía. Quería un sitio en el que pudiera ser yo mismo y donde tuviera la libertad de hacer distintos tipos de actividades. La ubicación al lado del campus de la universidad sumaba mucho y también me gustaron las instalaciones (el gimnasio, las pistas deportivas…) y el tipo de eventos que ofrecía el colegio mayor. Yo, por ejemplo, me apunté varios años al taller de ecología, a los mercados solidarios…
Participabas intensamente en la vida colegial y también fuiste entrenador de fútbol del CD Pamplona. Casi no parabas a descansar, ¿no es así?
Poco (ríe). Tengo una filosofía que me inculcó una buena amiga de Pamplona. Me dijo: “Métete en todos los follones que puedas”. Y eso hice. Hay que medir fuerzas, por supuesto, y yo tenía claro que estaba ahí en primer lugar para estudiar. Pero todo lo que pude hacer extra fue muy enriquecedor y me ayudó mucho a nivel personal. Por ejemplo, entrenar fútbol tiene poco que ver con hacer un experimento aquí, pero me ha dado una capacidad de colaboración y de trabajo en equipo, como he comentado, un pilar fundamental. Tuve suerte de juntarme con otros colegiales inquietos. Carlos Larroy, por ejemplo, que fue uno de los fundadores de la sala de la mediateca. Recuerdo con cariño aquel día en que hicimos un piscolabis para celebrarlo… y cómo acabó todo (vuelve a reír).
¿Qué otros momentos te vienen a la cabeza cuando piensas en tu etapa colegial?
El primer momento es cuando entré. Es decir, el día en el que fui con mis padres, me despedí y ya empezó una etapa totalmente nueva, con gente que no conocía y también con los veteranos. Es un momento que recuerdo con mucho cariño, esa sensación de “¿y ahora qué?”, “¿qué viene ahora?”. Podría contar una infinidad de anécdotas de esos años. Por último, algo que siempre recordaré es cuando me dieron la Beca de Honor. Que me dijeran que había pasado por allí y había dejado huella es algo que a mí me llena, algo por lo que estoy muy agradecido.
Dejaste huella en Larraona, pero también el colegio mayor dejó huella en ti. ¿Qué ha aportado en tu vida?
Sobre todo, a nivel personal, me ayudó en mi proceso de madurez. Conocí y entablé amistad con estudiantes de personalidades tantas veces opuestas, con diferentes maneras de ver el mundo. Eso enriquece mucho y me aportó toda una serie de valores que van más allá de la titulación académica. Es lo que ofrece el colegio mayor y hay que aprovecharlo.
En ese sentido, ¿qué consejo le darías a un colegial actual?
Que se involucre en todo lo que pueda dentro y fuera de la universidad. Que sus recuerdos de la universidad no se limiten a estudiar. La carrera te abre muchas puertas, pero el desarrollo personal es tanto o más importante. Y para eso son fundamentales todas las actividades que se ofrecen en el Colegio Mayor y en Pamplona, aunque no estén relacionadas directamente con los estudios. Y, por último, ¡que aprovechen los pintxos! Luego se echan de menos cuando estás en el extranjero.
¿Qué otras cosas echas en falta?
Vivo en una ciudad, Nueva York, que te ofrece lo que quieras y adaptado a tu bolsillo, si eres un poco inquieto. Pero sí que es verdad que la calidad de vida que hay en España es muy valorable. Y por supuesto, el tema de la sanidad pública, que no existe en los Estados Unidos.
¿Y qué aprecias más de estar allá?
Una cosa que me ha gustado descubrir es que el sueño americano existe. Es decir, la gente tiene una capacidad de reciclaje espectacular y esto se ha visto con la pandemia. Han cerrado muchos negocios, pero otros nuevos han abierto; aquí es muy típico cambiar de trabajo y atreverse a emprender. Me parece muy interesante esa inquietud de querer avanzar, querer mejorar. El perfil del funcionario que lleva cuarenta años en el mismo puesto es muy difícil de ver. Otro aspecto es la multiculturalidad; yo no me siento extranjero en Nueva York, ¡conviven 180 culturas y se hablan más de 190 idiomas! Es muy enriquecedor trabajar y tener amigos de todas partes del mundo. Quedamos para hacer un picnic en Central Park y cada uno lleva algo de su país, yo, por ejemplo, preparo una tortilla de patatas. Eso está a la orden del día y, personalmente, me encanta.
Debido al covid, no has podido viajar a España en los últimos tres años. ¿Cómo ha sido la experiencia de la pandemia ahí?
A nivel personal fue muy duro. Estaba fuera de casa y lejos, al otro lado del charco, y claro, cerraron las fronteras con Europa. Es verdad que afloró un sentimiento social que yo no me esperaba. Aquí la gente se volcó, los investigadores también. En el laboratorio estuvimos haciendo PCRs e íbamos todos los días al hospital. Fue un gran choque ver a médicos en urgencias que vivían las veinticuatro horas allá por el miedo a contagiar a sus familiares en casa. Yo cogía la bici y hacía veinte o treinta kilómetros llevando por Manhattan kits para extraer ARN o lo que hiciera falta. En los grupos que se formaron, en unas semanas se habían procesado casi 25.000 muestras, una barbaridad. Fue duro, pero todos sentíamos la necesidad de ayudar. Ahora estamos mucho mejor.
Si pudieras venir volver este año a España, ¿te animarías a venir al evento del cincuenta aniversario?
Ojalá. Honestamente, me encantaría. De hecho, tenemos un grupo de WhatsApp con amigos del colegio mayor y ya están todos comentándolo. Me haría mucha ilusión poder ir.
Y a nosotros que vinieras, ¡esperamos poder verte aquí pronto! Te mandamos desde Pamplona un abrazo muy fuerte y nuestros mejores deseos.